Memorias de una mujer libre

.
.
.
.
Capítulo 6.- El abismo existe


Ir a la página principal de El Quicio

* * * * * * *
.
.
.

"Estaba hipnotizada por un maravilloso broche de diamantes y rubíes de uno de sus pequeños escaparates cuando alguien me susurró al oído..."


Estaba esperando en Saks a que me cobraran. Me había comprado una maravillosa esfera de cristal sobre una caja de música negra. En su interior, el Empire State Building, el puente de Brooklin, la estatua de la Libertad y la Catedral de San Patricio, se nevaban cuando la movía. Optativamente podía dar cuerda a la cajita y un limpio sonido acompañaba el prodigio. ¡Era espléndida! La pondría sobre la pequeña mesa que había instalado a la entrada de mi apartamento de Sevilla. No lo creeréis, pero me ilusionaba más este juguete para turistas de tan solo cuarenta dólares que muchas de las cosas que César me había ido reglando durante estos días.
Saks me encantó. Unos almacenes muy chulos, con cantidad de tentaciones. Eso sí, caras. Tentaciones caras a las que yo no podía aspirar. Bueno, a esta bola de nieve de lujo, sí. Y me la había comprado con mi dinero. Con parte de los quinientos euros que había cambiado en el hotel. Puede que por eso me gustara más...
Desde donde me encontraba podía ver el tráfico de la Quinta, como llamaba Jacob a la Fith Avenue. Docenas, cientos, miles de personas caminando constantemente por sus aceras. En la calzada las raudas manchas amarillas de los taxis se confundían con los negros y grises Lincoln oficiales. Era por la mañana y, hasta la hora del almuerzo -había quedado con César en Buby's, un restaurante pijo con el mejor bloody Mary de Nueva York, relativamente cerca del World Trade Center, en el que ya habíamos comido dos días antes y al que ya sabía llegar dando un paseo, sin problemas- todo el tiempo era mío. Aquella mañana estrenaba un precioso vestido de seda de color hierba que me había comprado la tarde anterior en Prada, cuatro manzanas más arriba de donde estaba ahora, en la acera de enfrente. Claro que no lo había pagado yo. César no quiso que viera el precio, pero me temo que tenía más de tres cifras. El bolso, los zapatos y hasta las braguitas, en cambio, los había conseguido en una tienda de saldo que se llama Century 21, pagados también con mi dinero. O sea, una combinación un tanto paradójica pero que me daba un look magnífico. Como me había dicho el mejicano que vendía perritos calientes en la esquina del hotel, lucía bien padre. Y eso me daba seguridad a la vez que me ponía cachonda.
Pagué mi bola de cristal y salí de los almacenes sin rumbo fijo. Quizás me llegara a Apple, al final de la avenida, ya casi en Central Park, a comprarle un iPod a César. Pero no estaba segura. Igual costaba mucho y yo no tenía demasiada pasta. De hecho estaba allí por César, que todavía no había descubierto sus cartas. Aún no habíamos follado, yo me sentía cada día más nerviosa y agresiva y mi coño ya no me daba toquecitos de atención, sino que me mordía directamente en la entrepierna mientras rugía desconsolado. En esas estaba, lamentando el desamparo mientras miraba escaparates, cuando llegué a Tiffanys, la famosa joyería en donde daban diamantes para desayunar, o al menos eso es lo que me sugería el título de aquella peli, con Audrey Hepburn, que yo no había visto pero de la que me habían hablado mucho. Me quedé fascinada ante la puerta giratoria. Aunque ya conocía el Tiffanys de Wall Street, éste de la Quinta era otra cosa, el genuino, un edificio sólido, enorme, de piedra, en donde los pequeños escaparates parecían cajas fuertes con un cristal para asomarse a su interior. De buena gana hubiese entrado, pero me daba corte el guardia de la puerta y los dos o tres de seguridad que se veían dentro. Le diría a César que me llevara. Haciéndole prometer que no me compraría nada, por supuesto. Ya me había comprado el llavero de plata en el otro Tiffanys y cada vez me daba más apuro sentirme como una puta a la que le regalan cosas como una forma de tenerla satisfecha y atada.
Estaba hipnotizada por un maravilloso broche de diamantes y rubíes de uno de sus pequeños escaparates cuando alguien me susurró al oído: "Parece que está hecho para ti". Me volví rápidamente y encontré a diez centímetros de mi cara la sonriente de Jacob. Ni por un momento pensé que, aunque posible, era bastante improbable que en una ciudad como ésa determinadas casualidades y encuentros no se producían al azar. Así que celebré el feliz suceso y tras aceptar una invitación para ir tomar el aperitivo en el bar del Hotel Plaza, mi hotel, le pedí por favor que me acompañara al interior de la joyería. "Es que quiero entrar en esta tienda mítica, Jacob. ¡Anda!, solo nos llevará unos minutos y aún es temprano". De acuerdo, me dijo, y empujamos el torno de cristal, madera y bronce que, tras medio giro, nos dejó en el interior.



*

"Bajé la cremallera de sus pantalones mientras me sentía taladrada por su lengua ancha y larga de negro y sus labios como ventosas..."


Jacob tenía, ya lo dije, una planta extraordinariamente sugestiva. Además, vestía con gusto y estilo. Su boca me parecía superatractiva, jugosa y apetecible. No veía el momento de meter en la mía esos labios gruesos y cálidos que me subyugaban al moverse mientras me hablaba. Llegamos al Plaza y subimos la escalera que desde el salón de la entrada principal, conduce al bar. Allí, en uno de los extremos de su barra en herradura, pedimos a la chica que atendía, un dry martini. Jacob pidió una verbena de bocaditos, fríos y calientes. Luego nos sentamos en una mesa discreta y encargamos al camarero otro dry. Aún no me había terminado el primero cuando le estaba comiendo la boca a Jacob. Dios mío, ¡que boca! No tenía suficiente espacio en la mía para chupar, para succionar, la enloquecedora masa de sus labios. Pero eso era un vértigo que machacaba mis planes del día y lo paré. César que, como casi siempre me había cambiado el restaurante enviándome un mensaje al móvil, me esperaba dentro de un par de horas muy al sur, en un restaurante chino del Love Manhattan cuya dirección anoté en una tarjeta para dársela al taxista que me llevaría allí, y yo no podía dedicarle ahora la atención precisa a ese negro cabrón, que si me puso a cien cuando lo miré por primera vez, ahora me tenía histéricamente cachonda. Las cosas tenían que hacerse de otra manera, me convencí. Así que tomamos en segundo coctel y, con pajaritas bailándonos entre las piernas (en la bragueta de Jacob debían bailar buitres a juzgar por el bulto que ostentaba), salimos en busca de un taxi, eludiendo yo, no sin auténticos esfuerzos diplomáticos, su asedio para subir a la habitación. Sería César, si le parecía bien, el que invitara a Jacob a nuestra suite, no yo, una invitada a fin de cuentas: una extraña fidelidad me dictó esta actitud de la que no me arrepiento.
"Comeré con vosotros, si no te importa", me dijo. Y se sentó a mi lado. El coche, un Ford Granada enorme, tenía un asiento trasero que parecía una cama. El conductor, un hindú de negra barba y turbante, parecía abstraído. No tuve necesidad de darle la tarjeta, pues Jacob le facilitó la dirección.
Como era hora punta y estábamos al principio de Park Avenue, nos revestimos de paciencia. Especialmente el conductor, ya acostumbrado a carreras de una hora para recorrer tres kilómetros o cuatro. Pues nosotros no estábamos para la paciencia precisamente. Nada más sentarse el negro que me acompañaba, sin poder evitarlo, lo juro, e inevitablemente hipnotizada por la enorme tienda de campaña que tensaba sus magníficos pantalones de alpaca azul pálido, se la cogí. Quiero decir que puse mi mano sobre la prominencia que clamaba desde su entrepierna e intenté lo que me pareció entonces y pude comprobar luego una tarea imposible, a saber, agarrarle la polla y apretársela. Pero mi mano se posó sobre algo duro casi del tamaño de una pelota de tenis, que sin duda era su glande, en realidad un enorme capullo que me hizo pensar nunca podría meterme en la boca, aunque era lo que quería hacer y hacerlo rápido. Pues toda prevención por mi parte había sido abandonada y solo veía ante mi una meta posible, la de conseguir que Jacob me taladrara y e hiciera que me corriera hasta dejarme seca sobre sus huevos.
Bajé la cremallera de sus pantalones mientras me sentía perforada por su lengua ancha y larga de negro y sus labios como ventosas tiernas y cálidas casi cubrían mi cara. De reojo pude ver como el conductor miraba fijamente por el gran espejo retrovisor que tenía instalado sobre el original del Ford. El televisor situado en el espaldar del asiento delantero vomitaba anuncio tras anuncio a un volumen soportable, pero la comunicación de plástico duro del habitáculo de los pasajeros estaba cerrada. En el tarjetero, unos cuantos cartones con la fotografía del hindú que nos observaba y su nombre, Shira nosequemás, con el número de licencia de la ciudad de Nueva York. Extrañamente, aún lo recuerdo: P35094. Estábamos justo recorriendo la calle 42, cuando, a la altura del Gran Hyatt, extraje el enorme falo de Jacob que, duro, tembloroso e inabarcable, palpitaba en mi mano como un extraño ser vivo. Un olor dulzón y nuevo se extendió por el coche cuando tiré hacia atrás y descubrí la cabeza del monstruo. La gente atravesaba un paso de cebra justo en la esquina del Chrisler Building, mientras tres muchachos con rastas y un enorme transistor se movían como robots al ritmo del último éxito rap. Una chica que llevaba un enorme perro afgano miró por la ventanilla con ojos indiferentes y siguió su camino. La polla de Jacob, como un nuevo faro de Alejandría, como una torre de Pisa recta, como un obús de gran calibre, ocupaba el mismo espacio que un tercer pasajero, al menos sicológicamente. Shira conducía con una sola mano mientras observaba, ya descaradamente, mi entrepierna mojada; yo, tiritando de fuego, encogiendo mis esfinteres como si fuera a derramarme toda por ahí, sintiendo los convulsos estremecimientos de mi vagina, me sentía no solo desbordada sino gravemente aterrorizada. Por primera vez en mi vida no sabía qué hacer con el regalo carnoso –luego sabría que era también carnívoro- que tenía a mi lado.
Jacob tomó suavemente mi cuello y llevando mi cabeza hacia el extremo de su impaciente prominencia se echó hacia atrás y me dejó actuar. Antes de abrir cuanto pude mi boca para introducirme sólo parte de su capullo, oí como le decía al conductor que siguiera hacia nuestro destino pero sin prisas. Shira, obediente, llevó el coche lento y silencioso hacia el restaurante donde nos esperaba César, sin dejar de observarnos mientras movía discreta pero rítmicamente la mano derecha bajo su camisa.



*

"...me iba a follar a dos tíos cojonudos y el sol brillaba sobre la bahía. ¡La vida era maravillosa y yo me sentía eterna, inconsumible!"


"¿Te ocurre algo?", inquirió César nada más llegar. "No, ¿por qué lo preguntas?" respondí mientras me sentaba alegremente y repiqueteaba un cuenco vacío con los palillos. Jacob intervino: "Tío, César, ni te imaginas el trayecto en el taxi. En plena 42, Dana me sacó la polla y me la estuvo chupando en medio del tráfico, entre todos esos coches y la gente pasando a nuestro lado, justo hasta casi la puerta del restaurante. ¡Una pasada! Y el taxista, una especie de indio mulato con barba y turbante, se la estuvo meneando mientras miraba hipnotizado a tu amiga, a su coño y a mi polla mamada. Verdaderamente chéveret, primo. Deberías haber estado allí".
Cuando la agradable camarera china que nos había estado sirviendo trajo el pato laqueado, ya casi al final de la comida y con al menos media docena de botellas de sake templado consumidas, yo me había convertido en una experta manipuladora de pollas con los pies. En mi pie izquierdo la gorda negra de Jacob y en mi derecho la tensa y morena de César. En ambos notaba sus venas palpitantes y mi vulva, ya liberada, pues me había despojado de las braguitas, chorreando, no le faltaba sino saltar de mi bajo vientre y ponerse sobre la mesa clamando por ser penetrada. De hecho, si alguien la hubiese observado de cerca, podría ver como se abría y cerraba como una valva caliente y loca.
Los tres estábamos como motos. La rica comida y el suave pero abundante vino de arroz, además del relato de Jacob y mi ansia insatisfecha, junto con el insólito calentón de César, nos había puesto justo en el centro de la locura, en ese punto de no retorno en el que hasta la muerte, si es follando, si es muriendo quiero decir, se recibe con agrado. ¡Que lejos me sentía de mi Sevilla, y de la Escuela de Arquitectura y de mi pueblo y de todo lo que era en realidad mi vida! Estaba en la capital del mundo, mi cuerpo volaba por encima del más alto de los rascacielos, impulsado por el calor y el hambre insaciable de mi coño, me iba a follar a dos tíos cojonudos y el sol brillaba sobre la bahía. ¡La vida era maravillosa y yo me sentía eterna, inconsumible!
Así que, cuando nos dirigimos en el Chrysler Annihilator de color blanco puro de Jacob (ni se como estaba aparcado en la puerta al salir, juraría que al entrar no estaba. Además, habíamos venido en taxi ¿no?) hacia su casa, yo estaba que me salía. En el coche -no sé si conocéis este modelo de 4x4, pero es verdaderamente espectacular: un todoterreno de cuatro puertas con una plataforma trasera de metro y medio oculta bajo una brillante cubierta blanca, con tapacubos Sprewell, una potencia de casi quinientos caballos y todos los accesorios existentes en el mercado; una belleza que olía a cuero cálido y a cosas caras, tapizado en color canela, y que Jacob había abierto pulsando un pequeño mando con un llavero en forma de rombo blanco metalizado, igual que la carrocería de esa maravilla calzada de imponentes ruedas-, en el coche, digo, donde casi podías ponerte de pie, yo, aprovechando los tintados cristales, me quité el vestido y me quedé en pelotas. Y nunca mejor dicho, porque mis tetas parecían dos globos, infladas, duras y rematadas por unos pezones que parecían querer salirse, exacerbados e hipersensibles. Me despatarré en el asiento de atrás con César y, mientras Jacob conducía hasta su casa, en las afueras de la ciudad, hacia New Jersey, me propuse follarme a César, tan escurridizo, tan extraño, que todavía ignoraba como era el tacto de su polla dentro de mí.
Por suerte César seguía caliente, así que no opuso resistencia cuando baje sus pantalones y comencé a trabajarle los huevos y el perineo. Su polla, ya enhiesta, crecía ante mis ojos engordando y amoratando su glande de manera claramente perceptible. Cuando me la introduje en la boca, primero lamiéndola suavemente y luego clavándola con lentitud hasta el fondo de mi garganta para sacarla de nuevo con suavidad y volver a repetir el proceso, César prácticamente lloraba: sus gemidos eran tan profundos y angustiosos, tan lacerantes, que no parecía sino que en vez de gozar sufriera intensamente. Pero no, el cabrón estaba encantado, sintiendo un placer tan intenso que casi le provocaba el llanto. Así que, sin moverlo, lo trepé a horcajadas y me enfundé hasta los huevos su evasiva polla. La abrazó mi vagina con desesperación de ahogado, como si ese mástil que me taladraba fuera la tabla de salvación que me permitiera vivir en vez de morir. Y así era en cierto modo, pues toda yo cabalgaba, desesperada por morir para poder vivir. Ya lo sabéis, sin esta muerte rica, sin esta 'petit morte' mi vida no sería posible. Muero de placer siempre que follo y muriendo vivo, pues la vida, sin estas muertes deliciosas y magníficas, sin sus resurrecciones exhaustas y pegajosamente húmedas, no tendría sentido.
Lo cabalgué entonces, hasta que me inundó de leche en mi cuarto orgasmo. Furiosamente, lo estrujé, lo ordeñé con rabia y desesperación, con sentimiento de revancha, con vengativa sed y ganas de que me llenara toda por dentro, de que me saliera por la boca, por la nariz, de que me ahogara desde las entrañas y me dejara satisfecha y ahíta al menos durante unas horas, de que me matara desbordándome este ansia permanente de placer, que es mi alegría y mi desesperación.
Lo besé con amor y agradecimiento. Aspiré sus babas y lamí sus lágrimas y sus mocos. Acaricié sus ojeras y su pelo durante todo el tiempo que tardó en volver en sí, en ser de nuevo César. Cuando abrió los ojos, nos dimos cuenta de que el coche estaba ya en el amplio garaje de la casa de Jacob. Él mismo nos miraba complacido y excitado. "Vestíos", nos dijo, "Es posible que nos encontremos a alguien al subir a casa. Allí os relajáis mientras preparo algo que os apetezca. ¡Vamos! Luego estamos invitados a una fiesta en casa de un amigo en State Island, así que hay que darse prisa, pues ya han debido traernos los disfraces que encargué. ¡Y tenemos que probárnoslos todavía!". Lentamente, hicimos lo que se nos ordenaba y salimos tambaleándonos del Chrysler. Casi nos caemos. Por fortuna, el asiento no estaba manchado. Eran las cinco de la tarde.


*

"Dejé de lado toda prevención y sólo tenía los sentidos despiertos para el goce, el tacto, el olfato... Era una locura, un sueño desbordado..."


Ocho días, cuatro horas y seis minutos después, mientras el avión de la American Airlines que me conducía a España sobrevolaba la hermosa bahía del Hudson, extraje de la cartera de mano mi diario. Lo que escribí antes de echarle un último vistazo a la isla de Manhattan es lo que transcribo a continuación:
"Estoy viva gracias a mi tío Alberto, el primo rico de mi madre, a quien hacía casi tres años que no veía. César ha desaparecido y la última imagen que tengo de Jacob es la de un hombre derrumbándose como un muñeco de trapo tras recibir varios disparos de una mujer, cuyo rostro ocultaba una máscara veneciana. Me duele el cuello y las piernas, y en vulva y ano llevo aún los apósitos que protegen, la crema para curar los desgarros que me causaron los casi veinte sementales humanos que me usaron durante horas en aquella endiablada fiesta. En Barajas me está esperando Maru, con la que me bajaré a Sevilla. Estoy agotada y triste...
Llevamos cuatro horas de vuelo. Surcamos el Atlántico a casi doce kilómetros de altura y novecientos kilómetros por hora. Todo el mundo duerme a mi alrededor. He encendido la luz de lectura y escribo. Necesito recordar todo lo que pasó...
Recuerdo con sorpresa el lujo del apartamento de Jacob y la agradable sensación de nadar mientras veíamos la ciudad a nuestros pies. A la piscina, porque el muy cabrón vivía en un dúplex del piso cuarenta, en cuya terraza entarimada y llena de plantas tenía una piscina considerable, llevó el anfitrión unos martinis y de ahí, con la luz del crepúsculo dorando los rascacielos, pasamos al inmenso cuarto de baño principal, donde entramos los tres a una bañera en la que se hubieran podido meter media docena de personas juntas. Tras jugar un rato (creo que nos corrimos los tres al menos una vez y que yo tuve, como casi siempre, un montón de orgasmos, especialmente fuerte el que me provoqué viendo cómo César le chupaba la polla a Jacob, tras haber sentido ese monstruoso príapo dentro de mi) nos probamos los disfraces que, en realidad, no eran sino unas máscaras y unas capas que habrían de ponerse sobre la ropa de calle. Ellos, que yo no. Según me explicaron, mi atuendo consistiría exclusivamente en una capa de color azul, que me cubriría sin que pudiera entreverse que iba desnuda bajo ella. Ellos se vistieron elegantemente con smokings negros de relucientes solapas, camisas blanquísimas con botones de circonita y corbatas de lazo de seda. Jacob de color granate y César gris perla. Las capas de ambos eran negras, forradas de rojo. Sobre los altos tacones de mis zapatos de seda azul y vestida con la capa exclusivamente, caminé entre ambos hacia el garaje. Todavía recuerdo, y me excita a pesar del dolor, la sensación enervante que me producía el roce sobre mi cuerpo de la suavísima tela azul. En nuestras manos, las máscaras: César iba a ser un búho negrísimo, Jacob sería la Bauta y yo una preciosa ave del paraíso con plumas doradas, azules y rojas.
No tomamos el Annihilator, sino que subimos a un Bentley que condujo César. Ellos delante y yo detrás, sola. Llegamos a un sitio desconocido y César estacionó el coche. Salimos todos y caminamos unos doscientos metros hasta un lugar que parecía prefijado, pues a los diez minutos de utilizar Jacob su móvil llegó otro coche grande que no supe identificar, conducido por un individuo con smoking y oculto tras un antifaz. Subimos sin hablar, ya recatados en nuestras máscaras, y paramos quince minutos después en la puerta de una mansión victoriana totalmente iluminada. Se abrió la puerta. Nos condujeron a un gran salón en el que ya había una quincena de personas, todos hombres, también con capas y máscaras. Me rodearon. Uno, que llevaba una máscara de leopardo, me quitó delicadamente la capa. Me quedé desnuda sobre miz zapatos y con la máscara puesta.
Me tocaron por todas partes. Sentí cómo se introducían dedos en mi ano y en mi vulva, cómo me recorrían la espalda y el culo, me sobaban los pechos, exprimían los pezones... Eran manos ávidas pero acariciadoras, fuertes pero dulces. Me sentí desfallecer. Mojada y caliente como una perra, facilitaba el tacto ansioso, dejándome por todas partes, abriéndome, encorvándome para facilitar los caminos. Dejé de lado toda prevención y sólo tenía los sentidos despiertos para el goce, el tacto, el olfato... Era una locura, un sueño desbordado y calentísimo que se hacía realidad. El olor a macho se agudizó casi en el mismo instante en que noté junto a mi mano el roce de una verga caliente y dura. Abrí los ojos y encontré un espectáculo sorprendente y enervante: todos habían abierto sus capas y sacado sus pollas. Muchos, con los huevos además a través de las braguetas abiertas de arriba a abajo. Nunca tuve tanto para mí. Me sentía pletórica y llena, aun sin haberme taladrado todavía ninguna de las enormes y magníficas piezas que contemplaba extasiada. Eso y el contraste de las máscaras me hacía sentir en un mundo alucinante y onírico en el que, además, la realidad de las emociones y los trallazos de placer superaban cualquier sueño. Las había gordas largas y grandes gordas y cortas, negras y morenas, blancas y mestizas, con hermosos glandes brillantes y con capullos menos evidentes pero de rotundas bases... Un sueño, una gozada para quien como yo solo vivía para el sexo. Un hombre bajito y con un descomunal falo me quitó la máscara. Un murmullo siguió a una exclamación de sorpresa que alguien dejó escapar.
Llegaron dos mujeres con máscaras brillantes y me condujeron a una habitación lateral. Me acostaron boca abajo en una cama de colchón duro tapizado de rojo y me untaron el ano y el coño con una crema que me pareció suavizante y que expelía un agradable olor a mirto. Luego me ataron los brazos a dos columnas del cabecero. Comenzó a sonar una música de guitarra clásica (¿Andrés Segovia?) y entró alguien. Noté como me la metían por el culo brutalmente. Luego sentí un tremendo dolor. Grité, pero fue inútil. Más tarde sentí otra polla y otra y otra. Me desmayé un par de veces. Cuando me recuperé la segunda vez, estaba boca arriba y me follaban la boca con un descomunal dildo. Los hombres me rodeaban desnudos y con extraños instrumentos en las manos. Las máscaras continuaban protegiendo sus identidades. No vi allí ni al búho ni a la Bauta. Llamé a gritos a César y a Jacob. Alguien me abofeteó mientras me llamaba puta y ordenaba callarme. Ya no gozaba nada, sólo la sensación lacerante de mi culo y mi coño dominaba mis sentidos. El presentido placer se había convertido en lava hirviente que me abrasaba y me hacía retorcer de dolor. Miré a mi alrededor y solo veía nabos enhiestos, algunos corriéndose sobre mí, otros temblando. En mi culo tenía metido un cilindro metálico y otro en mi coño. Mis pezones estaban en carne viva y en mi boca el sabor ocre de la sangre era el protagonista. Sentía la lengua partida y mi pelo era un amasijo de sangre, mocos y semen. Grité con todas mis fuerzas llamando a César. Me desmayé.
Cuando desperté todo me parecía absurdo e irreal. Estaba desnuda sobre una superficie dura y unas veinte personas entonaban curiosas consignas como si rezaran. Entre los asistentes distinguí la máscara de César. Quise gritar, pero no pude. Entre la horrible salmodia, alguien que entró corriendo avisó de algo y todos desaparecieron precipitadamente. Un hombre, que se ocultaba tras la máscara de un lince, me tomó en sus brazos y me llevó rápidamente por un pasillo que desembocaba en una sala en la que tomó un ascensor que nos dejó en un garaje. Se dirigió, conmigo siempre en brazos, hacia un coche azul que había enfrente. Un conductor negro, que llevaba antifaz blanco, le ayudó a meterme en el asiento de atrás. Me cubrieron con la capa negra de mi raptor, o de mi salvador. Mi confusión era angustiosa cuando salimos despacio hacia la rampa. La puerta se abrió y llegamos a la calle. Me incorporé justo a tiempo de ver cómo una mujer, vestida con un vestido verde esmeralda y una máscara veneciana de color marfil, disparaba sobre el hombre oculto tras la Bauta. Disparó cuatro veces, casi sin ruido, con una pistola de largo y pavonado cañón. El último disparo coincidió con mi grito: ¡¡Jacob!!. Nuestro coche siguió despacio hasta salir a la carretera, mientras el línce tapaba mi boca con fuerza. Ya en la vía principal, nuestro vehículo tomó velocidad y se distanció del resto de coches que se desbandaban raudos. Yo lloraba a gritos al notar el asiento empapado en sangre. No sentía mi cuerpo: solamente dolor en todas partes. Creí entrever las azules intermitentes luces de los coches de la policía y me desmayé.

"Me cuidó con cariño y delicadeza, me alimentó, me hacía las curas con eficacia y procuró satisfacer mis caprichos más pequeños..."


Cuando abrí los ojos, estaba en una cama de hospital. Era una clínica privada, según supe después, la St. Francis Memory. A mi lado, un rostro no por conocido menos sorprendente: el primo de mi madre, el mecenas que pagaba mis estudios de arquitectura y mi mantenimiento en Sevilla, el hombre que me había prometido no dejarme sola hasta situarme en la vida y facilitarme el mejor trabajo posible; en una palabra, mi tío Alberto. No salía de mi asombro. Me hizo gestos de tranquilidad, me pidió silencio y me dio un beso en la frente. "Luego vengo, Dana. No te preocupes de nada. Has tenido un lamentable accidente, pero pronto estarás bien", me dijo. "¿Cuanto tiempo llevo aquí?, ¿Cuando podré salir?" inquirí. Pero sólo obtuve una sonrisa por respuesta y su "hasta luego" repetido, a la vez que su mano diciéndome adiós.
Al día siguiente, tío Alberto me sacó de la clínica: había estado internada cinco días. De ahí, al hotel en que se hospedaba, el Waldorf, donde lo trataban con una mezcla de familiaridad y deferencia y él a todos llamaba por su nombre. Me quedé en su habitación durante los siguiente tres días y no hice otra cosa sino dormir. Me cuidó con cariño y delicadeza, me alimentó, me hacía las curas con eficacia y procuró satisfacer mis caprichos más pequeños. Fue a mi hotel, recogió todo lo que yo tenía allí, pagó la cuenta, pues ni César ni Jacob habían dado señales de vida, y me pidió discreción respecto a lo que yo creía haber visto. Me prometió una explicación en breve y me reiteró una y otra vez que no pensara en nada y que me relajara y volviera a Sevilla.
Y aquí estoy, a tan sólo dos horas de mi destino, dolida y condolida, pero no menos asombrada por todo lo que había pasado aquella noche aciaga en que asistí a la fiesta infernal que casi me mata y que había acabado con Jacob. De César, ni rastro, aunque me temía también lo peor. Y con una inmensa incógnita de propina: ¿Que hacía tío Alberto allí? Una cosa es cierta: le debo la vida. Y otra: he intuido el infierno. Me he movido por el borde de la sima negra de la maldad en estado puro. He comprobado, quizás demasiado pronto, que el abismo existe."


*


Aterrizamos a la hora prevista. Maru estaba esperándome. Estuvimos diez minutos abrazadas llorando. Aquella noche nos quedamos en Madrid. Al día siguiente, muy temprano, salimos hacia Sevilla. A las doce en punto de la mañana entraba en mi apartamento. Todo estaba bien. Nueva York ya era un sueño y tenía ante mí otros retos, entre los cuales no era el menor terminar mi carrera. El olor de azahar me llegaba en oleadas desde los naranjos de la calle. Mientras Maru me abría las maletas, yo me eché en la cama. Feliz de estar viva. Desde donde estaba veía el Guadalquivir. Una canoa surcaba su lustrosa superficie de bronce.
.
.

© Guido Casavieja, 2009.-



.

Volver a la página principal de El Quicio