"Dejé de lado toda prevención y sólo tenía los sentidos despiertos para el goce, el tacto, el olfato... Era una locura, un sueño desbordado..."


Ocho días, cuatro horas y seis minutos después, mientras el avión de la American Airlines que me conducía a España sobrevolaba la hermosa bahía del Hudson, extraje de la cartera de mano mi diario. Lo que escribí antes de echarle un último vistazo a la isla de Manhattan es lo que transcribo a continuación:
"Estoy viva gracias a mi tío Alberto, el primo rico de mi madre, a quien hacía casi tres años que no veía. César ha desaparecido y la última imagen que tengo de Jacob es la de un hombre derrumbándose como un muñeco de trapo tras recibir varios disparos de una mujer, cuyo rostro ocultaba una máscara veneciana. Me duele el cuello y las piernas, y en vulva y ano llevo aún los apósitos que protegen, la crema para curar los desgarros que me causaron los casi veinte sementales humanos que me usaron durante horas en aquella endiablada fiesta. En Barajas me está esperando Maru, con la que me bajaré a Sevilla. Estoy agotada y triste...
Llevamos cuatro horas de vuelo. Surcamos el Atlántico a casi doce kilómetros de altura y novecientos kilómetros por hora. Todo el mundo duerme a mi alrededor. He encendido la luz de lectura y escribo. Necesito recordar todo lo que pasó...
Recuerdo con sorpresa el lujo del apartamento de Jacob y la agradable sensación de nadar mientras veíamos la ciudad a nuestros pies. A la piscina, porque el muy cabrón vivía en un dúplex del piso cuarenta, en cuya terraza entarimada y llena de plantas tenía una piscina considerable, llevó el anfitrión unos martinis y de ahí, con la luz del crepúsculo dorando los rascacielos, pasamos al inmenso cuarto de baño principal, donde entramos los tres a una bañera en la que se hubieran podido meter media docena de personas juntas. Tras jugar un rato (creo que nos corrimos los tres al menos una vez y que yo tuve, como casi siempre, un montón de orgasmos, especialmente fuerte el que me provoqué viendo cómo César le chupaba la polla a Jacob, tras haber sentido ese monstruoso príapo dentro de mi) nos probamos los disfraces que, en realidad, no eran sino unas máscaras y unas capas que habrían de ponerse sobre la ropa de calle. Ellos, que yo no. Según me explicaron, mi atuendo consistiría exclusivamente en una capa de color azul, que me cubriría sin que pudiera entreverse que iba desnuda bajo ella. Ellos se vistieron elegantemente con smokings negros de relucientes solapas, camisas blanquísimas con botones de circonita y corbatas de lazo de seda. Jacob de color granate y César gris perla. Las capas de ambos eran negras, forradas de rojo. Sobre los altos tacones de mis zapatos de seda azul y vestida con la capa exclusivamente, caminé entre ambos hacia el garaje. Todavía recuerdo, y me excita a pesar del dolor, la sensación enervante que me producía el roce sobre mi cuerpo de la suavísima tela azul. En nuestras manos, las máscaras: César iba a ser un búho negrísimo, Jacob sería la Bauta y yo una preciosa ave del paraíso con plumas doradas, azules y rojas.
No tomamos el Annihilator, sino que subimos a un Bentley que condujo César. Ellos delante y yo detrás, sola. Llegamos a un sitio desconocido y César estacionó el coche. Salimos todos y caminamos unos doscientos metros hasta un lugar que parecía prefijado, pues a los diez minutos de utilizar Jacob su móvil llegó otro coche grande que no supe identificar, conducido por un individuo con smoking y oculto tras un antifaz. Subimos sin hablar, ya recatados en nuestras máscaras, y paramos quince minutos después en la puerta de una mansión victoriana totalmente iluminada. Se abrió la puerta. Nos condujeron a un gran salón en el que ya había una quincena de personas, todos hombres, también con capas y máscaras. Me rodearon. Uno, que llevaba una máscara de leopardo, me quitó delicadamente la capa. Me quedé desnuda sobre miz zapatos y con la máscara puesta.
Me tocaron por todas partes. Sentí cómo se introducían dedos en mi ano y en mi vulva, cómo me recorrían la espalda y el culo, me sobaban los pechos, exprimían los pezones... Eran manos ávidas pero acariciadoras, fuertes pero dulces. Me sentí desfallecer. Mojada y caliente como una perra, facilitaba el tacto ansioso, dejándome por todas partes, abriéndome, encorvándome para facilitar los caminos. Dejé de lado toda prevención y sólo tenía los sentidos despiertos para el goce, el tacto, el olfato... Era una locura, un sueño desbordado y calentísimo que se hacía realidad. El olor a macho se agudizó casi en el mismo instante en que noté junto a mi mano el roce de una verga caliente y dura. Abrí los ojos y encontré un espectáculo sorprendente y enervante: todos habían abierto sus capas y sacado sus pollas. Muchos, con los huevos además a través de las braguetas abiertas de arriba a abajo. Nunca tuve tanto para mí. Me sentía pletórica y llena, aun sin haberme taladrado todavía ninguna de las enormes y magníficas piezas que contemplaba extasiada. Eso y el contraste de las máscaras me hacía sentir en un mundo alucinante y onírico en el que, además, la realidad de las emociones y los trallazos de placer superaban cualquier sueño. Las había gordas largas y grandes gordas y cortas, negras y morenas, blancas y mestizas, con hermosos glandes brillantes y con capullos menos evidentes pero de rotundas bases... Un sueño, una gozada para quien como yo solo vivía para el sexo. Un hombre bajito y con un descomunal falo me quitó la máscara. Un murmullo siguió a una exclamación de sorpresa que alguien dejó escapar.
Llegaron dos mujeres con máscaras brillantes y me condujeron a una habitación lateral. Me acostaron boca abajo en una cama de colchón duro tapizado de rojo y me untaron el ano y el coño con una crema que me pareció suavizante y que expelía un agradable olor a mirto. Luego me ataron los brazos a dos columnas del cabecero. Comenzó a sonar una música de guitarra clásica (¿Andrés Segovia?) y entró alguien. Noté como me la metían por el culo brutalmente. Luego sentí un tremendo dolor. Grité, pero fue inútil. Más tarde sentí otra polla y otra y otra. Me desmayé un par de veces. Cuando me recuperé la segunda vez, estaba boca arriba y me follaban la boca con un descomunal dildo. Los hombres me rodeaban desnudos y con extraños instrumentos en las manos. Las máscaras continuaban protegiendo sus identidades. No vi allí ni al búho ni a la Bauta. Llamé a gritos a César y a Jacob. Alguien me abofeteó mientras me llamaba puta y ordenaba callarme. Ya no gozaba nada, sólo la sensación lacerante de mi culo y mi coño dominaba mis sentidos. El presentido placer se había convertido en lava hirviente que me abrasaba y me hacía retorcer de dolor. Miré a mi alrededor y solo veía nabos enhiestos, algunos corriéndose sobre mí, otros temblando. En mi culo tenía metido un cilindro metálico y otro en mi coño. Mis pezones estaban en carne viva y en mi boca el sabor ocre de la sangre era el protagonista. Sentía la lengua partida y mi pelo era un amasijo de sangre, mocos y semen. Grité con todas mis fuerzas llamando a César. Me desmayé.
Cuando desperté todo me parecía absurdo e irreal. Estaba desnuda sobre una superficie dura y unas veinte personas entonaban curiosas consignas como si rezaran. Entre los asistentes distinguí la máscara de César. Quise gritar, pero no pude. Entre la horrible salmodia, alguien que entró corriendo avisó de algo y todos desaparecieron precipitadamente. Un hombre, que se ocultaba tras la máscara de un lince, me tomó en sus brazos y me llevó rápidamente por un pasillo que desembocaba en una sala en la que tomó un ascensor que nos dejó en un garaje. Se dirigió, conmigo siempre en brazos, hacia un coche azul que había enfrente. Un conductor negro, que llevaba antifaz blanco, le ayudó a meterme en el asiento de atrás. Me cubrieron con la capa negra de mi raptor, o de mi salvador. Mi confusión era angustiosa cuando salimos despacio hacia la rampa. La puerta se abrió y llegamos a la calle. Me incorporé justo a tiempo de ver cómo una mujer, vestida con un vestido verde esmeralda y una máscara veneciana de color marfil, disparaba sobre el hombre oculto tras la Bauta. Disparó cuatro veces, casi sin ruido, con una pistola de largo y pavonado cañón. El último disparo coincidió con mi grito: ¡¡Jacob!!. Nuestro coche siguió despacio hasta salir a la carretera, mientras el línce tapaba mi boca con fuerza. Ya en la vía principal, nuestro vehículo tomó velocidad y se distanció del resto de coches que se desbandaban raudos. Yo lloraba a gritos al notar el asiento empapado en sangre. No sentía mi cuerpo: solamente dolor en todas partes. Creí entrever las azules intermitentes luces de los coches de la policía y me desmayé.