"Bajé la cremallera de sus pantalones mientras me sentía taladrada por su lengua ancha y larga de negro y sus labios como ventosas..."


Jacob tenía, ya lo dije, una planta extraordinariamente sugestiva. Además, vestía con gusto y estilo. Su boca me parecía superatractiva, jugosa y apetecible. No veía el momento de meter en la mía esos labios gruesos y cálidos que me subyugaban al moverse mientras me hablaba. Llegamos al Plaza y subimos la escalera que desde el salón de la entrada principal, conduce al bar. Allí, en uno de los extremos de su barra en herradura, pedimos a la chica que atendía, un dry martini. Jacob pidió una verbena de bocaditos, fríos y calientes. Luego nos sentamos en una mesa discreta y encargamos al camarero otro dry. Aún no me había terminado el primero cuando le estaba comiendo la boca a Jacob. Dios mío, ¡que boca! No tenía suficiente espacio en la mía para chupar, para succionar, la enloquecedora masa de sus labios. Pero eso era un vértigo que machacaba mis planes del día y lo paré. César que, como casi siempre me había cambiado el restaurante enviándome un mensaje al móvil, me esperaba dentro de un par de horas muy al sur, en un restaurante chino del Love Manhattan cuya dirección anoté en una tarjeta para dársela al taxista que me llevaría allí, y yo no podía dedicarle ahora la atención precisa a ese negro cabrón, que si me puso a cien cuando lo miré por primera vez, ahora me tenía histéricamente cachonda. Las cosas tenían que hacerse de otra manera, me convencí. Así que tomamos en segundo coctel y, con pajaritas bailándonos entre las piernas (en la bragueta de Jacob debían bailar buitres a juzgar por el bulto que ostentaba), salimos en busca de un taxi, eludiendo yo, no sin auténticos esfuerzos diplomáticos, su asedio para subir a la habitación. Sería César, si le parecía bien, el que invitara a Jacob a nuestra suite, no yo, una invitada a fin de cuentas: una extraña fidelidad me dictó esta actitud de la que no me arrepiento.
"Comeré con vosotros, si no te importa", me dijo. Y se sentó a mi lado. El coche, un Ford Granada enorme, tenía un asiento trasero que parecía una cama. El conductor, un hindú de negra barba y turbante, parecía abstraído. No tuve necesidad de darle la tarjeta, pues Jacob le facilitó la dirección.
Como era hora punta y estábamos al principio de Park Avenue, nos revestimos de paciencia. Especialmente el conductor, ya acostumbrado a carreras de una hora para recorrer tres kilómetros o cuatro. Pues nosotros no estábamos para la paciencia precisamente. Nada más sentarse el negro que me acompañaba, sin poder evitarlo, lo juro, e inevitablemente hipnotizada por la enorme tienda de campaña que tensaba sus magníficos pantalones de alpaca azul pálido, se la cogí. Quiero decir que puse mi mano sobre la prominencia que clamaba desde su entrepierna e intenté lo que me pareció entonces y pude comprobar luego una tarea imposible, a saber, agarrarle la polla y apretársela. Pero mi mano se posó sobre algo duro casi del tamaño de una pelota de tenis, que sin duda era su glande, en realidad un enorme capullo que me hizo pensar nunca podría meterme en la boca, aunque era lo que quería hacer y hacerlo rápido. Pues toda prevención por mi parte había sido abandonada y solo veía ante mi una meta posible, la de conseguir que Jacob me taladrara y e hiciera que me corriera hasta dejarme seca sobre sus huevos.
Bajé la cremallera de sus pantalones mientras me sentía perforada por su lengua ancha y larga de negro y sus labios como ventosas tiernas y cálidas casi cubrían mi cara. De reojo pude ver como el conductor miraba fijamente por el gran espejo retrovisor que tenía instalado sobre el original del Ford. El televisor situado en el espaldar del asiento delantero vomitaba anuncio tras anuncio a un volumen soportable, pero la comunicación de plástico duro del habitáculo de los pasajeros estaba cerrada. En el tarjetero, unos cuantos cartones con la fotografía del hindú que nos observaba y su nombre, Shira nosequemás, con el número de licencia de la ciudad de Nueva York. Extrañamente, aún lo recuerdo: P35094. Estábamos justo recorriendo la calle 42, cuando, a la altura del Gran Hyatt, extraje el enorme falo de Jacob que, duro, tembloroso e inabarcable, palpitaba en mi mano como un extraño ser vivo. Un olor dulzón y nuevo se extendió por el coche cuando tiré hacia atrás y descubrí la cabeza del monstruo. La gente atravesaba un paso de cebra justo en la esquina del Chrisler Building, mientras tres muchachos con rastas y un enorme transistor se movían como robots al ritmo del último éxito rap. Una chica que llevaba un enorme perro afgano miró por la ventanilla con ojos indiferentes y siguió su camino. La polla de Jacob, como un nuevo faro de Alejandría, como una torre de Pisa recta, como un obús de gran calibre, ocupaba el mismo espacio que un tercer pasajero, al menos sicológicamente. Shira conducía con una sola mano mientras observaba, ya descaradamente, mi entrepierna mojada; yo, tiritando de fuego, encogiendo mis esfinteres como si fuera a derramarme toda por ahí, sintiendo los convulsos estremecimientos de mi vagina, me sentía no solo desbordada sino gravemente aterrorizada. Por primera vez en mi vida no sabía qué hacer con el regalo carnoso –luego sabría que era también carnívoro- que tenía a mi lado.
Jacob tomó suavemente mi cuello y llevando mi cabeza hacia el extremo de su impaciente prominencia se echó hacia atrás y me dejó actuar. Antes de abrir cuanto pude mi boca para introducirme sólo parte de su capullo, oí como le decía al conductor que siguiera hacia nuestro destino pero sin prisas. Shira, obediente, llevó el coche lento y silencioso hacia el restaurante donde nos esperaba César, sin dejar de observarnos mientras movía discreta pero rítmicamente la mano derecha bajo su camisa.



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