"Estaba hipnotizada por un maravilloso broche de diamantes y rubíes de uno de sus pequeños escaparates cuando alguien me susurró al oído..."


Estaba esperando en Saks a que me cobraran. Me había comprado una maravillosa esfera de cristal sobre una caja de música negra. En su interior, el Empire State Building, el puente de Brooklin, la estatua de la Libertad y la Catedral de San Patricio, se nevaban cuando la movía. Optativamente podía dar cuerda a la cajita y un limpio sonido acompañaba el prodigio. ¡Era espléndida! La pondría sobre la pequeña mesa que había instalado a la entrada de mi apartamento de Sevilla. No lo creeréis, pero me ilusionaba más este juguete para turistas de tan solo cuarenta dólares que muchas de las cosas que César me había ido reglando durante estos días.
Saks me encantó. Unos almacenes muy chulos, con cantidad de tentaciones. Eso sí, caras. Tentaciones caras a las que yo no podía aspirar. Bueno, a esta bola de nieve de lujo, sí. Y me la había comprado con mi dinero. Con parte de los quinientos euros que había cambiado en el hotel. Puede que por eso me gustara más...
Desde donde me encontraba podía ver el tráfico de la Quinta, como llamaba Jacob a la Fith Avenue. Docenas, cientos, miles de personas caminando constantemente por sus aceras. En la calzada las raudas manchas amarillas de los taxis se confundían con los negros y grises Lincoln oficiales. Era por la mañana y, hasta la hora del almuerzo -había quedado con César en Buby's, un restaurante pijo con el mejor bloody Mary de Nueva York, relativamente cerca del World Trade Center, en el que ya habíamos comido dos días antes y al que ya sabía llegar dando un paseo, sin problemas- todo el tiempo era mío. Aquella mañana estrenaba un precioso vestido de seda de color hierba que me había comprado la tarde anterior en Prada, cuatro manzanas más arriba de donde estaba ahora, en la acera de enfrente. Claro que no lo había pagado yo. César no quiso que viera el precio, pero me temo que tenía más de tres cifras. El bolso, los zapatos y hasta las braguitas, en cambio, los había conseguido en una tienda de saldo que se llama Century 21, pagados también con mi dinero. O sea, una combinación un tanto paradójica pero que me daba un look magnífico. Como me había dicho el mejicano que vendía perritos calientes en la esquina del hotel, lucía bien padre. Y eso me daba seguridad a la vez que me ponía cachonda.
Pagué mi bola de cristal y salí de los almacenes sin rumbo fijo. Quizás me llegara a Apple, al final de la avenida, ya casi en Central Park, a comprarle un iPod a César. Pero no estaba segura. Igual costaba mucho y yo no tenía demasiada pasta. De hecho estaba allí por César, que todavía no había descubierto sus cartas. Aún no habíamos follado, yo me sentía cada día más nerviosa y agresiva y mi coño ya no me daba toquecitos de atención, sino que me mordía directamente en la entrepierna mientras rugía desconsolado. En esas estaba, lamentando el desamparo mientras miraba escaparates, cuando llegué a Tiffanys, la famosa joyería en donde daban diamantes para desayunar, o al menos eso es lo que me sugería el título de aquella peli, con Audrey Hepburn, que yo no había visto pero de la que me habían hablado mucho. Me quedé fascinada ante la puerta giratoria. Aunque ya conocía el Tiffanys de Wall Street, éste de la Quinta era otra cosa, el genuino, un edificio sólido, enorme, de piedra, en donde los pequeños escaparates parecían cajas fuertes con un cristal para asomarse a su interior. De buena gana hubiese entrado, pero me daba corte el guardia de la puerta y los dos o tres de seguridad que se veían dentro. Le diría a César que me llevara. Haciéndole prometer que no me compraría nada, por supuesto. Ya me había comprado el llavero de plata en el otro Tiffanys y cada vez me daba más apuro sentirme como una puta a la que le regalan cosas como una forma de tenerla satisfecha y atada.
Estaba hipnotizada por un maravilloso broche de diamantes y rubíes de uno de sus pequeños escaparates cuando alguien me susurró al oído: "Parece que está hecho para ti". Me volví rápidamente y encontré a diez centímetros de mi cara la sonriente de Jacob. Ni por un momento pensé que, aunque posible, era bastante improbable que en una ciudad como ésa determinadas casualidades y encuentros no se producían al azar. Así que celebré el feliz suceso y tras aceptar una invitación para ir tomar el aperitivo en el bar del Hotel Plaza, mi hotel, le pedí por favor que me acompañara al interior de la joyería. "Es que quiero entrar en esta tienda mítica, Jacob. ¡Anda!, solo nos llevará unos minutos y aún es temprano". De acuerdo, me dijo, y empujamos el torno de cristal, madera y bronce que, tras medio giro, nos dejó en el interior.



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