"Me cuidó con cariño y delicadeza, me alimentó, me hacía las curas con eficacia y procuró satisfacer mis caprichos más pequeños..."


Cuando abrí los ojos, estaba en una cama de hospital. Era una clínica privada, según supe después, la St. Francis Memory. A mi lado, un rostro no por conocido menos sorprendente: el primo de mi madre, el mecenas que pagaba mis estudios de arquitectura y mi mantenimiento en Sevilla, el hombre que me había prometido no dejarme sola hasta situarme en la vida y facilitarme el mejor trabajo posible; en una palabra, mi tío Alberto. No salía de mi asombro. Me hizo gestos de tranquilidad, me pidió silencio y me dio un beso en la frente. "Luego vengo, Dana. No te preocupes de nada. Has tenido un lamentable accidente, pero pronto estarás bien", me dijo. "¿Cuanto tiempo llevo aquí?, ¿Cuando podré salir?" inquirí. Pero sólo obtuve una sonrisa por respuesta y su "hasta luego" repetido, a la vez que su mano diciéndome adiós.
Al día siguiente, tío Alberto me sacó de la clínica: había estado internada cinco días. De ahí, al hotel en que se hospedaba, el Waldorf, donde lo trataban con una mezcla de familiaridad y deferencia y él a todos llamaba por su nombre. Me quedé en su habitación durante los siguiente tres días y no hice otra cosa sino dormir. Me cuidó con cariño y delicadeza, me alimentó, me hacía las curas con eficacia y procuró satisfacer mis caprichos más pequeños. Fue a mi hotel, recogió todo lo que yo tenía allí, pagó la cuenta, pues ni César ni Jacob habían dado señales de vida, y me pidió discreción respecto a lo que yo creía haber visto. Me prometió una explicación en breve y me reiteró una y otra vez que no pensara en nada y que me relajara y volviera a Sevilla.
Y aquí estoy, a tan sólo dos horas de mi destino, dolida y condolida, pero no menos asombrada por todo lo que había pasado aquella noche aciaga en que asistí a la fiesta infernal que casi me mata y que había acabado con Jacob. De César, ni rastro, aunque me temía también lo peor. Y con una inmensa incógnita de propina: ¿Que hacía tío Alberto allí? Una cosa es cierta: le debo la vida. Y otra: he intuido el infierno. Me he movido por el borde de la sima negra de la maldad en estado puro. He comprobado, quizás demasiado pronto, que el abismo existe."


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Aterrizamos a la hora prevista. Maru estaba esperándome. Estuvimos diez minutos abrazadas llorando. Aquella noche nos quedamos en Madrid. Al día siguiente, muy temprano, salimos hacia Sevilla. A las doce en punto de la mañana entraba en mi apartamento. Todo estaba bien. Nueva York ya era un sueño y tenía ante mí otros retos, entre los cuales no era el menor terminar mi carrera. El olor de azahar me llegaba en oleadas desde los naranjos de la calle. Mientras Maru me abría las maletas, yo me eché en la cama. Feliz de estar viva. Desde donde estaba veía el Guadalquivir. Una canoa surcaba su lustrosa superficie de bronce.
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© Guido Casavieja, 2009.-



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