"...me iba a follar a dos tíos cojonudos y el sol brillaba sobre la bahía. ¡La vida era maravillosa y yo me sentía eterna, inconsumible!"


"¿Te ocurre algo?", inquirió César nada más llegar. "No, ¿por qué lo preguntas?" respondí mientras me sentaba alegremente y repiqueteaba un cuenco vacío con los palillos. Jacob intervino: "Tío, César, ni te imaginas el trayecto en el taxi. En plena 42, Dana me sacó la polla y me la estuvo chupando en medio del tráfico, entre todos esos coches y la gente pasando a nuestro lado, justo hasta casi la puerta del restaurante. ¡Una pasada! Y el taxista, una especie de indio mulato con barba y turbante, se la estuvo meneando mientras miraba hipnotizado a tu amiga, a su coño y a mi polla mamada. Verdaderamente chéveret, primo. Deberías haber estado allí".
Cuando la agradable camarera china que nos había estado sirviendo trajo el pato laqueado, ya casi al final de la comida y con al menos media docena de botellas de sake templado consumidas, yo me había convertido en una experta manipuladora de pollas con los pies. En mi pie izquierdo la gorda negra de Jacob y en mi derecho la tensa y morena de César. En ambos notaba sus venas palpitantes y mi vulva, ya liberada, pues me había despojado de las braguitas, chorreando, no le faltaba sino saltar de mi bajo vientre y ponerse sobre la mesa clamando por ser penetrada. De hecho, si alguien la hubiese observado de cerca, podría ver como se abría y cerraba como una valva caliente y loca.
Los tres estábamos como motos. La rica comida y el suave pero abundante vino de arroz, además del relato de Jacob y mi ansia insatisfecha, junto con el insólito calentón de César, nos había puesto justo en el centro de la locura, en ese punto de no retorno en el que hasta la muerte, si es follando, si es muriendo quiero decir, se recibe con agrado. ¡Que lejos me sentía de mi Sevilla, y de la Escuela de Arquitectura y de mi pueblo y de todo lo que era en realidad mi vida! Estaba en la capital del mundo, mi cuerpo volaba por encima del más alto de los rascacielos, impulsado por el calor y el hambre insaciable de mi coño, me iba a follar a dos tíos cojonudos y el sol brillaba sobre la bahía. ¡La vida era maravillosa y yo me sentía eterna, inconsumible!
Así que, cuando nos dirigimos en el Chrysler Annihilator de color blanco puro de Jacob (ni se como estaba aparcado en la puerta al salir, juraría que al entrar no estaba. Además, habíamos venido en taxi ¿no?) hacia su casa, yo estaba que me salía. En el coche -no sé si conocéis este modelo de 4x4, pero es verdaderamente espectacular: un todoterreno de cuatro puertas con una plataforma trasera de metro y medio oculta bajo una brillante cubierta blanca, con tapacubos Sprewell, una potencia de casi quinientos caballos y todos los accesorios existentes en el mercado; una belleza que olía a cuero cálido y a cosas caras, tapizado en color canela, y que Jacob había abierto pulsando un pequeño mando con un llavero en forma de rombo blanco metalizado, igual que la carrocería de esa maravilla calzada de imponentes ruedas-, en el coche, digo, donde casi podías ponerte de pie, yo, aprovechando los tintados cristales, me quité el vestido y me quedé en pelotas. Y nunca mejor dicho, porque mis tetas parecían dos globos, infladas, duras y rematadas por unos pezones que parecían querer salirse, exacerbados e hipersensibles. Me despatarré en el asiento de atrás con César y, mientras Jacob conducía hasta su casa, en las afueras de la ciudad, hacia New Jersey, me propuse follarme a César, tan escurridizo, tan extraño, que todavía ignoraba como era el tacto de su polla dentro de mí.
Por suerte César seguía caliente, así que no opuso resistencia cuando baje sus pantalones y comencé a trabajarle los huevos y el perineo. Su polla, ya enhiesta, crecía ante mis ojos engordando y amoratando su glande de manera claramente perceptible. Cuando me la introduje en la boca, primero lamiéndola suavemente y luego clavándola con lentitud hasta el fondo de mi garganta para sacarla de nuevo con suavidad y volver a repetir el proceso, César prácticamente lloraba: sus gemidos eran tan profundos y angustiosos, tan lacerantes, que no parecía sino que en vez de gozar sufriera intensamente. Pero no, el cabrón estaba encantado, sintiendo un placer tan intenso que casi le provocaba el llanto. Así que, sin moverlo, lo trepé a horcajadas y me enfundé hasta los huevos su evasiva polla. La abrazó mi vagina con desesperación de ahogado, como si ese mástil que me taladraba fuera la tabla de salvación que me permitiera vivir en vez de morir. Y así era en cierto modo, pues toda yo cabalgaba, desesperada por morir para poder vivir. Ya lo sabéis, sin esta muerte rica, sin esta 'petit morte' mi vida no sería posible. Muero de placer siempre que follo y muriendo vivo, pues la vida, sin estas muertes deliciosas y magníficas, sin sus resurrecciones exhaustas y pegajosamente húmedas, no tendría sentido.
Lo cabalgué entonces, hasta que me inundó de leche en mi cuarto orgasmo. Furiosamente, lo estrujé, lo ordeñé con rabia y desesperación, con sentimiento de revancha, con vengativa sed y ganas de que me llenara toda por dentro, de que me saliera por la boca, por la nariz, de que me ahogara desde las entrañas y me dejara satisfecha y ahíta al menos durante unas horas, de que me matara desbordándome este ansia permanente de placer, que es mi alegría y mi desesperación.
Lo besé con amor y agradecimiento. Aspiré sus babas y lamí sus lágrimas y sus mocos. Acaricié sus ojeras y su pelo durante todo el tiempo que tardó en volver en sí, en ser de nuevo César. Cuando abrió los ojos, nos dimos cuenta de que el coche estaba ya en el amplio garaje de la casa de Jacob. Él mismo nos miraba complacido y excitado. "Vestíos", nos dijo, "Es posible que nos encontremos a alguien al subir a casa. Allí os relajáis mientras preparo algo que os apetezca. ¡Vamos! Luego estamos invitados a una fiesta en casa de un amigo en State Island, así que hay que darse prisa, pues ya han debido traernos los disfraces que encargué. ¡Y tenemos que probárnoslos todavía!". Lentamente, hicimos lo que se nos ordenaba y salimos tambaleándonos del Chrysler. Casi nos caemos. Por fortuna, el asiento no estaba manchado. Eran las cinco de la tarde.


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